Lo que solemos llamar la sensibilidad del artista está condenada a morir si no responde generosamente a la realidad humana que lo rodea.

John Howard Lawson

“El proceso creador del filme”

miércoles, 31 de agosto de 2011

LO ESCARPADO


Durante una conversación con la actriz Natalia Bordachuk, Andrei Tarkovski le confío: “...cara a cara uno no ve la realidad las cosas grandes sólo son visibles desde la distancia...[1]
Sobrevolar ciudades, imitar la mirada de Dios o de las aves, fatigar cornisas, balcones, fogonear las fatalidades de la gravedad,  ha sido uno de los recursos que el cine incorporó en su afán de celebrar la mirada en todas sus dimensiones. Las panorámicas rosando el cielo de las grandes ciudades, o los extensos travellings sobre techos, puentes, mares, a prima facie, cumplen una función descriptiva, sin olvidar sus prestaciones estéticas y dramáticas. La perspectiva asumida por la cámara en esas secuencias de apertura a menudo no se corresponde con la focalización de ninguno de los personajes, sitúa al espectador en el corazón del espacio habitado por la historia. Podría pensarse, en la mayoría de los casos, en cierta autonomía narrativa al referirnos a estos planos de apertura, ¿autonomía en relación a qué? A la acción, por supuesto. Si en la descripción -como bien observa Todorov-  domina el tiempo, no es casual que en los ejemplos propuestos en este artículo -“La Noche”, “El bebé de Rosemary”, y “Kaos”- el despliegue de esa mirada en angulación picada corresponda a la exposición de los títulos de crédito.  La duración de esas secuencias está delimitada por los títulos, y su ritmo debe acompañar la aparición de la nómina que integra el equipo de rodaje, reservándose el director, por supuesto, el espacio más relevante para inscribir su nombre (recordemos a Truffaut en “Los cuatrocientos golpes” firmando su opus prima al pie de la Tour Eiffel).  Tomemos como paradigma de la presentación clásica, al modo hitchcockiano, la secuencia de apertura de “El bebé de Rosemary”. La tipografía rosa, remedando un dejo femenino enfatizado por la canción de cuna apenas susurrada, y por la semántica interna del nombre, Rosemary, sobrevuela las cúpulas, los edificios, los techos de la gran ciudad, de la urbe contemplada, acaso por la mirada de una fuerza superior. ¿Dios, o el diablo? ¿Ambos? Finalmente  el nombre de Roman Polanski se estampa sobre la fachada en picado del diabólico edificio donde sucederá la acción. Ese paneo sobre la ciudad nos ubica en el campo de batalla donde se desarrollará la acción del filme que consagró a Mia Farrow, ese punto de mira parece corresponderse, claramente, con la perspectiva omnisciente de quien todo lo sabe, todo lo escruta, todo lo ve. Abarcar la ciudad con un solo trazo encierra la amenaza de apoderarse de ella. Las casas, los edificios, reducidos por esa perspectiva apisonadora parecen objetos dispuestos sobre una inmensa bandeja, una selección de manjares, de golosinas puestas al alcance de la voracidad de un monstruo. La ciudad se pliega contra el suelo, se vuelve tan vulnerable como todo lo que se ubica debajo de la mirada. También esa panorámica regular y sostenida se parece al movimiento de un rifle buscando el blanco. Evoca la coreografía indecisa de la mira del cazador escarbando el centro de ataque.

 

Quién haya visto “La notte” (1960) de Antonioni, seguramente recordará la ciudad reflejada en el gris especular de geométricos ventanales que miran la aglomeración urbana. “La notte” de Antonioni empieza con tres planos de la ciudad que preceden al progresivo descenso de la cámara sobre esa imagen sucia, viciada por la interposición vidriada que le resta nitidez al blanco y negro. Dos de esas imágenes preliminares son planos estáticos que se enfrentan, y que nos hacen sentir la perspectiva de hormigón, la temperatura del cemento que reencuadra la urbe apisonada por el cielo, amenazando con engullirla, devorarla, asfixiarla en esa boca de hierro y piedra que sostiene a las metrópolis. La imagen está sometida a zonas de mayor opacidad que se intercalan con otras de una tersura virtual mayor. Pero no es esa la visión de una ciudad que podría tener algún Dios subalterno controlando su creación. Es una visión dolorosamente humana pero sin ningún anclaje realista, inútil sería mentarla próxima al obrero que limpia los vidrios o al suicida que ve su muerte demorada por una lentitud que alarga la caída, su fuerza descansa sobre el pilar de una omnisciencia terrenal. ¿Qué ojo se arrastra por la piel de ese edificio? Un ojo anónimamente humano, muy alejado de Dios que en otros enfoques picados  (Solaris, Andrei Rubliev, El Sacrificio) fatiga la ambición de abarcarlo todo. En la referencia  comentada en estas líneas está claro que ningún personaje precipita su mirada en el trayecto de ese declive.  El marco vidriado enfatiza la sensación de opresión, de ahogo, y hasta le suma una condición espectral al reflejo. Cuando Antonioni anula la inmediación al reflejo y propone una confrontación que subdivide el encuadre mostrando la ciudad -siempre en ángulo picado- mirándose en los vidrios espejados del edificio,  se instala con mayor transparencia la idea de la duplicación. Si Borges sentía aversión por los espejos porque prolongan “este vano mundo incierto en su vertiginosa telaraña...”, el comienzo de “La Notte” parece amenazar con ciudades duplicadas por la geométrica tersura de verticales reflejos.   Ese espejo delata una nueva perspectiva, irradia la convivencia de todas las capas arquitectónicas que componen una ciudad moderna, aún cuando Antonioni restringe toda pulsión expansiva típica del lenguaje del cine clásico y su tendencia a presentar la ciudad como ícono de la urbanidad. En ese recorte propuesto por Antonioni convive la espeluznante funcionalidad de los edificios altos, impersonales, desprovistos de toda ornamentación, despoblados de toda belleza,  con otras construcciones que testimonian los postulados estéticos del pasado. Al mismo tiempo la distancia parece acentuar la inmovilidad, la quietud apocalíptica de los espacios urbanos (algo que Antonioni llevará al extremo en los minutos finales de “El eclipse”). Ese descenso se encadena al despertar de un moribundo. ¿La agonía no es, acaso,  un descenso progresivo? Revisitado ese comienzo con esta información ¿no nos hace pensar que ese travelling sobre el edificio podría pensarse como la metáfora perfecta de la mirada de un muerto -si esto fuera posible- escrutando las paredes de barro de su fosa? Desde luego esta es una hipótesis muy arriesgada. Antonioni ni siquiera nos ofrece la certeza de que pudiera existir una ligazón entre esas imágenes, y el despertar del moribundo.  Sin embargo, es cierto que parecen trasuntar la cerrazón, el ahogo, la tortura de una pesadilla. Por otra parte, al observar esa especie de raro vergel de piedra que crece con la voracidad de un miasma de extramuros que supone una ciudad en expansión, ¿cómo no pensar en la función testimonial de toda imagen cinematográfica asumida como registro, documento, evidencia de las huellas de un presente destinado a ser recuperado en un visionado futuro? Descartada toda funcionalidad dramática, en el comienzo propuesto por Antonioni confluye y se anuda un propósito vagamente descriptivo (mostrar la ciudad como una serie de geométricos tumores que crecen y se imponen, reflejados por la fría cuadratura de las arquitectura moderna) y a la par expresar la desazón, la soledad, el vértigo de lo inhabitable, de lo inevitable.    
Viéndolo,  ahora, ese comienzo nos hace pensar en que la noche no es, meramente,  una región del reloj, un capítulo cotidiano de la jornada, si no una atmósfera, un  clima, una cierta forma del declive, del entumecimiento, de la oscuridad que se cierne sobre nosotros a plena luz del día.

Los hermanos Taviani también inscriben los títulos de apertura de “Kaos” (1984) mirando el mundo desde una dimensión aérea. El prólogo de este recordado film inspirado en una selección de cuentos de Luigi Pirandello, es una escena salvaje y  brusca en la que un grupo de rudos campesinos destruyen la cría de un cuervo macho, y luego de agredirlo, de acometerlo mordazmente, le cuelgan una campanilla en el cogote y lo echan a volar.  El cuervo pasea su luto por escarpadas regiones que desnudan lo más arcaico, lo más antiguo, la primigenia arquitectura del mundo meridional. La cámara remeda las vacilaciones del vuelo, sus momentos de sutil inestabilidad. La majestuosa y fúnebre volada de ese arquetipo de la muerte, fiero y amenazante, es mostrada desde dos puntos de mira: uno absolutamente humano (contrapicado), así ve el ojo terrestre del hombre al mítico pajarraco perforando la altura, la otra perspectiva se sitúa en la mirada del ave, naturalmente en ángulo picado. El cuervo parece escapado de la mortificante caja de Pandora, se eleva con toda su carroñera tradición y sobrevuela las montañas, las legendarias fortificaciones, las desolaciones de la historia con esa guerrera parsimonia del que llama a la desgracia en su beneficio. ¿Puede augurar bonanza semejante gesto? En absoluto, es un grito fatal, una promesa de infortunio que viaja por el aire contemplando -como Dios Pantocrátor- la esfera terrestre en que se despliega la vida en sus más agrestes dimensiones, direcciones, digresiones. Esa secuencia reúne (integra) tres funciones: a) narrativa: el ave echa a volar con una campanilla por voluntad de los hombres, es decir, la predestinación de su vuelo surge en el corazón de una interacción dramática; descriptiva: el vuelo muestra la profunda geografía donde se desplegará el relato; estética: la aridez, la cerril belleza de esas zonas donde la naturaleza crece rodeando, verdeando, los restos, la osamenta de todo lo que ha sido la cuna de la historia, es mostrada desde los ojos lóbregos de un cuervo. Los títulos se inscriben durante el viaje enfatizando algo que los Taviani -como todo autor- conocen muy bien: la omnisciencia primigenia del cine, esa que nos recuerda la pretensión  de que lo filmado nunca será más grande que el ojo que filma.              

                                                                                                                               
Gustavo Provitina


[1] Acerca de Andrei Tarkovski, Madrid, Ediciones Jaguar, 2001.

TOMAS AEREAS EL BEBE DE ROSEMARY (1968) ROMAN POLANSKI


TOMAS AEREAS LA NOCHE (1961) MICHELANGELO ANTONIONI


TOMAS AEREAS KAOS (1984) PAOLO Y VITTORIO TAVIANI


sábado, 27 de agosto de 2011

TRABAJO PRACTICO 1

Para entregar el 5 de Septiembre

A - Conformación de 8 integrantes. Cada uno de ellos asumira un rol en la etapa de produccion.

B - Presentación de los grupos. Nombre y Apellido de cada integrante.
Presentación de posibles ideas para desarrollar un guion de cortometraje de una duración de 8 a 12 minutos.

CONSIGNA: Libre