Durante una conversación con la actriz Natalia Bordachuk, Andrei Tarkovski le confío: “...cara a cara uno no ve la realidad las cosas grandes sólo son visibles desde la distancia...[1]”
Sobrevolar ciudades, imitar la mirada de Dios o de las aves, fatigar cornisas, balcones, fogonear las fatalidades de la gravedad, ha sido uno de los recursos que el cine incorporó en su afán de celebrar la mirada en todas sus dimensiones. Las panorámicas rosando el cielo de las grandes ciudades, o los extensos travellings sobre techos, puentes, mares, a prima facie, cumplen una función descriptiva, sin olvidar sus prestaciones estéticas y dramáticas. La perspectiva asumida por la cámara en esas secuencias de apertura a menudo no se corresponde con la focalización de ninguno de los personajes, sitúa al espectador en el corazón del espacio habitado por la historia. Podría pensarse, en la mayoría de los casos, en cierta autonomía narrativa al referirnos a estos planos de apertura, ¿autonomía en relación a qué? A la acción, por supuesto. Si en la descripción -como bien observa Todorov- domina el tiempo, no es casual que en los ejemplos propuestos en este artículo -“La Noche”, “El bebé de Rosemary”, y “Kaos”- el despliegue de esa mirada en angulación picada corresponda a la exposición de los títulos de crédito. La duración de esas secuencias está delimitada por los títulos, y su ritmo debe acompañar la aparición de la nómina que integra el equipo de rodaje, reservándose el director, por supuesto, el espacio más relevante para inscribir su nombre (recordemos a Truffaut en “Los cuatrocientos golpes” firmando su opus prima al pie de la Tour Eiffel). Tomemos como paradigma de la presentación clásica, al modo hitchcockiano, la secuencia de apertura de “El bebé de Rosemary”. La tipografía rosa, remedando un dejo femenino enfatizado por la canción de cuna apenas susurrada, y por la semántica interna del nombre, Rosemary, sobrevuela las cúpulas, los edificios, los techos de la gran ciudad, de la urbe contemplada, acaso por la mirada de una fuerza superior. ¿Dios, o el diablo? ¿Ambos? Finalmente el nombre de Roman Polanski se estampa sobre la fachada en picado del diabólico edificio donde sucederá la acción. Ese paneo sobre la ciudad nos ubica en el campo de batalla donde se desarrollará la acción del filme que consagró a Mia Farrow, ese punto de mira parece corresponderse, claramente, con la perspectiva omnisciente de quien todo lo sabe, todo lo escruta, todo lo ve. Abarcar la ciudad con un solo trazo encierra la amenaza de apoderarse de ella. Las casas, los edificios, reducidos por esa perspectiva apisonadora parecen objetos dispuestos sobre una inmensa bandeja, una selección de manjares, de golosinas puestas al alcance de la voracidad de un monstruo. La ciudad se pliega contra el suelo, se vuelve tan vulnerable como todo lo que se ubica debajo de la mirada. También esa panorámica regular y sostenida se parece al movimiento de un rifle buscando el blanco. Evoca la coreografía indecisa de la mira del cazador escarbando el centro de ataque.
Viéndolo, ahora, ese comienzo nos hace pensar en que la noche no es, meramente, una región del reloj, un capítulo cotidiano de la jornada, si no una atmósfera, un clima, una cierta forma del declive, del entumecimiento, de la oscuridad que se cierne sobre nosotros a plena luz del día.
Los hermanos Taviani también inscriben los títulos de apertura de “Kaos” (1984) mirando el mundo desde una dimensión aérea. El prólogo de este recordado film inspirado en una selección de cuentos de Luigi Pirandello, es una escena salvaje y brusca en la que un grupo de rudos campesinos destruyen la cría de un cuervo macho, y luego de agredirlo, de acometerlo mordazmente, le cuelgan una campanilla en el cogote y lo echan a volar. El cuervo pasea su luto por escarpadas regiones que desnudan lo más arcaico, lo más antiguo, la primigenia arquitectura del mundo meridional. La cámara remeda las vacilaciones del vuelo, sus momentos de sutil inestabilidad. La majestuosa y fúnebre volada de ese arquetipo de la muerte, fiero y amenazante, es mostrada desde dos puntos de mira: uno absolutamente humano (contrapicado), así ve el ojo terrestre del hombre al mítico pajarraco perforando la altura, la otra perspectiva se sitúa en la mirada del ave, naturalmente en ángulo picado. El cuervo parece escapado de la mortificante caja de Pandora, se eleva con toda su carroñera tradición y sobrevuela las montañas, las legendarias fortificaciones, las desolaciones de la historia con esa guerrera parsimonia del que llama a la desgracia en su beneficio. ¿Puede augurar bonanza semejante gesto? En absoluto, es un grito fatal, una promesa de infortunio que viaja por el aire contemplando -como Dios Pantocrátor- la esfera terrestre en que se despliega la vida en sus más agrestes dimensiones, direcciones, digresiones. Esa secuencia reúne (integra) tres funciones: a) narrativa: el ave echa a volar con una campanilla por voluntad de los hombres, es decir, la predestinación de su vuelo surge en el corazón de una interacción dramática; descriptiva: el vuelo muestra la profunda geografía donde se desplegará el relato; estética: la aridez, la cerril belleza de esas zonas donde la naturaleza crece rodeando, verdeando, los restos, la osamenta de todo lo que ha sido la cuna de la historia, es mostrada desde los ojos lóbregos de un cuervo. Los títulos se inscriben durante el viaje enfatizando algo que los Taviani -como todo autor- conocen muy bien: la omnisciencia primigenia del cine, esa que nos recuerda la pretensión de que lo filmado nunca será más grande que el ojo que filma.
Gustavo Provitina
[1] Acerca de Andrei Tarkovski, Madrid, Ediciones Jaguar, 2001.