1. Una imagen -en el cine- es un anagrama. La cámara nunca inscribe la realidad, sino una transposición, una apariencia, una nueva configuración de lo real. La misma relación que existe entre la palabra escrita y su sonido, es la que media entre la realidad y su imagen. Cuando André Bazin distinguía -en esos veinte años decisivos para la configuración del lenguaje cinematográficos que pueden cifrarse entre 1920 y 1940- dos grandes grupos de realizadores: “los que creen en la imagen y los que creen en la realidad[1]”, entendía por imagen la amplificación de lo representado en la pantalla mediante el uso particular de los recursos plásticos, y de las funciones del montaje. La imagen no es, pues, la realidad sino su representación. Una genealogía de la imagen cinematográfica debería consignar dos puntos de partida históricamente diferentes: a) Lumiere, y su tendencia a registrar la realidad; b) Meliès y su vocación de construir imágenes potentes. Si en el primer caso el asombro provenía de la capacidad del cinematógrafo de ofrecer un espejo fotogénico de la realidad; en el segundo, el mérito provenía del artificio. Convivieron estas tendencias desde aquellos remotos orígenes dando lugar a una notable diversidad de gradaciones estéticas. Para contextualizar debidamente el análisis de Bazin sería conveniente recordar que en el decenio que va desde 1920 hasta la aparición del sonoro tuvo lugar en Europa la más completa, compleja combinación de experimentaciones visuales aportadas por el expresionismo alemán, el impresionismo francés y el cine soviético en todos sus matices. Época de sustanciosas exploraciones del espacio, del movimiento, de la luz, la década del ´20 fue también el momento de las novedosas concepciones teóricas: la fotogenia (Delluc, Dulac, Epstein), el descubrimiento de las facultades del montaje (Kulechov, Eisenstein, Gance, Vertov, Pudovkin), los enfoques vinculados con las posibilidades expresivas de la luz, el maquillaje, el vestuario, las lentes (Lang, Murnau, Freund). El advenimiento del cine sonoro menguaría esta tendencia en beneficio de un realismo que conoció períodos de estilización muy valiosos hasta decantar en el mero registro circunstancial. Si el estreno de “Pina” resulta tan gratificante y significativo es porque Wenders le ha restituido al cine el valor esmeradamente plástico de la imagen en un momento donde esa operación parece contrastar con la ausencia de propuestas sólidas, con un cine formalmente empobrecido. ¿Quién no ha recordado, al contemplar esas imágenes, las sombras de aquellos directores que inquirieron la centrífuga dimensión de la pantalla? La imagen no es, pues, lo capturado por la cámara sino la construcción particular de la realidad mediante los procedimientos inmanentes a la escritura audiovisual. La exaltación de la realidad entendida como apresamiento de lo inmediato persigue la invisibilidad. Néstor Almendros decía -entrevistado por Joaquín Soler Serrano- que François Truffaut no participaba del proceso de búsqueda de locaciones y le daba carte blanche a sus asistentes porque sostenía que uno acaba por no ver las cosas después de permanecer más de diez minutos en un espacio. Truffaut buscaba llegar al rodaje con una mirada límpida, no contaminada por el hábito. La imagen, pues, es algo deliberado, una apropiación de lo real, un gesto voluntario de apresamiento de lo real. La imagen es el anagrama de la realidad porque filmamos para modelarla, para someterla a la huella de una mirada personal. La pretensión de imponer una visión del mundo sostiene a todo aquel que apunta con su cámara a la realidad, de allí, la necesidad de oficializar esa marca mediante movimientos, efectos, el valor del pulso (Pasolini). La fuerza de la imagen proviene de su capacidad de aludir a la realidad sin copiarla.
2. Una imagen se define también por su valor metafísico. Desde las cuevas de Altamira pasando por los mándalas hasta llegar a la simbología social más elemental, la imagen siempre ha cifrado dimensiones del mundo que son también un desborde de lo nominal. La palabra imagen deriva de imago (retrato), y este vocablo, a su vez, encuentra su origen en imitari. Tanto el arte medieval como las artes herméticas se han valido de una serie de formas e imágenes para expresar el significado metafísico del mundo. En Oriente, los mándalas, constituyen un claro ejemplo de este mismo concepto. Sin embargo, la imagen no expresa el límite del decir. Podría pensarse que donde la palabra confiesa su confín la imagen la releva, sin embargo eso sería una falacia puesto que la imagen siempre compele la necesidad de nombrar lo absoluto aún cuando las palabras tropiecen con la imposibilidad de abarcarlas, de acotarlas en una definición concreta. Andrei Tarkovski decía que “la imagen tiende hacia lo infinito y conduce hacia lo absoluto[2]...” La pureza de una imagen, su mayor eficacia deviene de su ambivalencia. El valor comunicativo de una imagen es mayor cuando menos posibilidades de apresarla en las normas del lenguaje verbal existen. Hay un más allá del lenguaje verbal que la imagen promete y compromete. Esta concepción idealista propone el desafío de conducir ese fondo trascendental apelando a una materialidad que la vuelva palpable sin develarla totalmente. La legibilidad de una imagen debe conducir a la insatisfacción de no haberla podido abarcar por completo. No debemos pretender de las imágenes que lo digan todo. De allí que Tarkovski mencione los haikus. La poesía en su dimensión más honda hace de la palabra un valor absoluto. La evolución del lenguaje cinematográfico -al menos en el campo de la ficción- es la historia del valor alusivo de las imágenes. Si en sus orígenes el valor del cinematógrafo estaba vinculado con su capacidad testimonial, es a partir de la reafirmación de su autonomía frente a la realidad cuando alcanza su mayor aporte. Hablar de una evolución del lenguaje audiovisual significa acordar zonas de densidad, de complejidad, de desvíos y de opacidades....Hay un silencio de la imagen, un magnetismo centrífugo que nos invita a pensar el límite final de las palabras. Las imágenes más inquietantes son aquellas que cuestionan nuestra vocación de conceptualizarlo todo, de adjetivar sin medida para expresar el mundo. El valor de las imágenes deviene de su lejanía con el poder referencial de la palabra. Filmamos para que las imágenes no se parezcan a las palabras.
3. Una imagen siempre es una exégesis. Es conocido el aforismo de Nietzsche publicado en sus “Fragmentos póstumos”: “no hay hechos, sino interpretaciones...” Las imágenes artísticas ofrecen la voluntad de cifrar una interpretación del mundo que siempre permanece abierta a nuevas reformulaciones, a variaciones del contexto que prometan lecturas novedosas. Producir imágenes siempre nos enfrenta al contexto de su recepción. La imagen devela el pulso de su enunciador. Detrás de la imagen está el gesto del ojo, su protagonismo físico y formal. Hay una voluntad enunciadora, anunciadora, denunciadora en la elaboración de una imagen. Las imágenes no son expuestas, sino propuestas. Se propone una exégesis de la realidad que, en el campo estrictamente artístico, está sujeta al deseo de un autor de comunicar su percepción. El receptor de la imagen también está provisto de un bagaje, de una experiencia que vuelca en el afán de interpretar las imágenes propuestas. Es posible hablar de una voluntad interpretativa que se activa en todo aquel que se ubica en el horizonte de una imagen. Interpretar una imagen significa apropiarse de ella para imponerle un sentido. Una imagen nunca está sola siempre responde a un marco referencial extenso donde intervienen toda clase de asociaciones, reminiscencias, contigüidades de sentido que permiten vincularlas horizontalmente con el resto de las imágenes que la preceden o la suceden, y verticalmente con todo el campo de relaciones semánticas que sugieren. De la futilidad o la gravedad con que se las lea surgirá la valoración final de la obra, su trascendencia o fugacidad en la mente del hombre sensible.
Gustavo Provitina
La Plata, 23 de Octubre de 2011-.
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