Lo que solemos llamar la sensibilidad del artista está condenada a morir si no responde generosamente a la realidad humana que lo rodea.

John Howard Lawson

“El proceso creador del filme”

jueves, 15 de septiembre de 2011

EL METODO DE LA INSPIRACION


“Estamos habituados, ante cualquier cosa perfecta, a no plantear el problema de su creación, sino a gozar de ella, como si hubiese surgido del suelo por arte de magia...”[1]

(“Humano, demasiado humano”, Nietzsche)


La inquietud de una estudiante durante la clase donde se trató el tema expuesto en este escrito, es decir, la sistematización del proceso creativo, originó un punto de partida diferente para validar la relevancia del problema esbozado en esta suerte de resumen de lo dictado en el segundo nivel de la materia Realización (OTTA II) en el IUNA. La alumna manifestó la “contradicción de estudiar cine puesto que la historia demuestra que hay una profusión de obras maestras creadas por directores que jamás habían pasado por ninguna universidad”. Argumento tan viejo como el mito de los elegidos “que nacen artistas”, propone un campo de debate que a menudo se agota en el estancamiento de las creencias, de los sentimientos o del anecdotario que finalmente lejos de probar semejante aseveración nos enfrenta a la oscuridad, a la incertidumbre, al desasosiego. Esa argumentación deja en una zona de absoluta vulnerabilidad la validez de la enseñanza académica de las disciplinas artísticas. El propósito de las academias es organizar el conocimiento, sistematizar recursos, analizar enfoques, plantear metodologías, brújulas formales, miradas orientadoras que no aspiran a suplir el misterio de la inspiración, ni pretenden racionalizar el núcleo inefable y por eso mismo apenas intuido del talento artístico. Consideramos que el conocimiento de ciertas reglas, de ciertos principios de construcción no es perjudicial para ningún aspirante a artista en la medida en que su contracara está alumbrada por la certeza de que no basta con la técnica para concebir una obra artística. Saber que el arte no es la confirmación de una regla sino la superación de la misma con el agregado de esa cualidad inefable que lo habita, que nos obliga a pensar en el misterio de la belleza, en el más allá de la forma, en el dominio de lo sublime nos libra de ese temor tan extendido que ve en la formación académica un modo de embalsamamiento de vaya uno a saber qué misteriosa facultad. Ninguna academia puede validar con un título ni el talento ni el talante artístico. ¿Esto las invalida para proponer un desarrollo de la potencialidad artística alojada en un sujeto habitado por la vocación estética? ¿La creación puede ser pensada o situada frente al horizonte de su voluntad de forma? Dejamos sembrada la inquietud.


(1) El Genio creador

¿Toda obra artística es la manifestación descollante de un genio creador? Convalidar esa idea sería como afirmar que para ser músico es imprescindible haber nacido con un oído absoluto. ¿Los miles de músicos que labraron sus obras al calor del más honestamente afiatado servicio de un oído relativo son menos valiosos? Partimos de la noción de genio creador porque presenta, agazapada, una suerte de epítome de la creación liberada de la sujeción de toda normativa, más aún, llevada al extremo echa por tierra la probabilidad de toda planificación, de toda reflexión precursora, en beneficio de una espontaneidad iluminada.
Si como Hegel creía la creación artística no admite la regulación de una preceptiva porque justamente una de las cualidades del arte parece ser la regencia de esa suerte de principio de espontaneidad, el arte quedaría confinado a la excepcional capacidad del genio creador. Obra de un agente iluminador, el arte sería la manifestación espontánea de una fuerza capaz de extraer del mismísimo corazón del caos -donde se mezclan y arremolinan las ideas- el deslumbrante equilibrio de un cosmos. Llevada al extremo esa concepción, el arte sería patrimonio del genio creador, y esta facultad no es común a la mayoría de los hombres, es decir, habita en seres excepcionales dotados de una cualidad consustancial . Saltearemos en estas líneas el dilema de si esa facultad nace con el hombre como sus atributos genéticos particulares o si es posible desarrollarla, estimularla, vivificarla de alguna manera. Al respecto es conveniente recordar que Nietzsche va a ser uno de los primeros filósofos en reconocer el trabajo que subyace a la obra de los grandes artistas. Nietzsche enfatiza, en “Humano, demasiado humano”, el camelo, digamos mejor la ilusión de improvisación, de espontaneidad que el artista entroniza para vaporizar con la magia de lo indeliberado el arduo proceso de elaboración que precede a la culminación de su obra. Ese enfoque de ninguna manera niega la figura del genio creador, del demiurgo, del inefable taumaturgo que moraba en los más excelsos creadores, le añade el trasfondo laborioso de las grandes faenas, esa mística de gran atleta de la intuición que cierto público necesita sostener frente a las excentricidades que rodean al fenómeno estético. Esa postura del artista que se empecina en ocultar su empeño abastece toda una mitología de voces, de escritos, de biógrafos, de obstinados derviches, dispuesta a propagar los misterios del talento artístico como un don cercano a la mediumnidad, otros harán lo propio tratando de articular el discurso específico de cada disciplina con la esperanza de explicar, de racionalizar todo lo que de inexplicable rodea a los creadores más excelsos.Quizá no debamos desechar en este esbozo un dato muy valioso: Nietzsche observó que “el arte se entroniza cuando las religiones caen” . El arte entendido como la expectoración repentina de un artista genial se transforma en capilla, en santuario, en punto de partida de un culto. Precisamente a esto se alude toda vez que alguien agrega al comentario sobre un filme, como si fuera una especie de precinto de eficacia: “es una obra de culto”. Esa afirmación no agrega nada a la obra pero puede funcionar como un condicionante, digamos mejor, como un estímulo extra en el momento de su recepción. Nietzsche no niega ni resta mérito a esas cualidades, simplemente le suma a la imagen del genio creador el rol preponderante del trabajo que es común a todos los hombres. Existe una profusión de manuscritos, bocetos, notas, de grandes artistas que testimonian una esmerada aplicación, la osamenta de arduos procesos de elaboración que han sido, desde luego, sometidos a diferentes niveles y calidades de análisis. Quizá debamos mencionar, al pasar, que artista y genio remiten a categorías diferentes, son palabras que están cargadas de connotaciones disímiles. Ambos términos -es preciso reconocerlo- han sido incesantemente ultrajados hasta sumirlos en la degradación absoluta. Podríamos admitir -sin perjuicio del error- que hasta los genios (entendidos estos como los representantes más virtuosos del arte) trabajan sus ideas, las cultivan empeñosamente, desde luego que el resultado extraído de esa elaboración es superior al que obtendría cualquier otro sujeto interesado en desarrollar su talento en la misma disciplina pero esto no invalida la función escultora de las enmiendas, las revisiones, las superaciones, tampoco alcanza para acallar la voz de las influencias, de los ayos, de los severos dómines.




(2)Retomando nuestro punto de partida: ¿Cuál es la relación de los artistas -más allá o más acá de su genialidad- con el proceso creador que orientan las metodologías? ¿La idea de metodología es contraria a la creación?

A menudo se ha visto en todo afán de sistematización de la creación artística un paliativo para los menos aptos, y como resultante de este enfoque, un atajo para suplir mediante la imitación la carencia de ese espíritu genial capaz de fecundar las ideas hasta materializarlas en obras maestras. Abonar la extensa progenie de las teorías que se obstinaron en interrogar el misterio de la inspiración, la mueca de lo insondable como magma de la intuición creadora, es útil para conocer la evolución del pensamiento humano desde sus raíces míticas pasando por las desmesuras del positivismo sin olvidar los excesos del racionalismo más recalcitrante, pero nos deja inermes frente a uno de los aspectos mas discutidos de la creación artística: la validez de los métodos. La perspectiva de Serguei Eisenstein nos acerca al centro de discusión de este breve escrito: “Debemos construir simultáneamente un proceso de trabajo y un método”. El sujeto creador, como vemos, se erige en constructor de su propia metodología. Eisenstein desconfiaba de los postulados metodológicos premeditados porque su enfoque dialéctico lo impulsaba a pensar todo método como resultado de un proceso. “Hay método. Pero lo malo es que de las posiciones metodológicas preconcebidas no crece nada. Y una corriente tempestuosa de energía creativa, no regulada por un método, produce aún menos...” El método regula, fiscaliza, controla y orienta el proceso creador, pero requiere una mirada fuerte, la precisión de una voluntad de forma. La voluntad de forma, en tanto, remache que sujeta la dispersión en beneficio de la unidad, exige un método para no girar en falso. En realidad detrás de toda voluntad de forma verdaderamente consistente, late una metodología particular. Unas veces el temor, otras la indolencia, no son pocas las muestras de rechazo hacia la sistematización de la intuición que supone la construcción de un procedimiento que funcione como guía con su correspondiente bitácora, vademécum, cartapacio al uso de Francis Ford Coppola durante el rodaje de “El Padrino” . A veces la adopción de una metodología consiste en una simple organización del trabajo. Wong Kar Wai, en una entrevista con Laurent Tirard, explicó que apenas llega al plató su primera tarea consiste en determinar el encuadre, es decir, la mirada. Como buen director Wong Kar Wai empieza por la mirada, traza las coordenadas del espacio y a partir de esa información, de ese emplazamiento, cobra sentido todo lo demás. El encuadre es, pues, el compás clavado en el centro de la página dispuesto a cumplir su tarea fundadora. Al momento de definir ese primer acto de elección creativa, indudablemente, concurren a la mente de Wong Kar Wai todo lo aprendido, todo lo pensado, todo lo absorbido en las distintas disciplinas que procrearon el cine y que los buenos realizadores jamás ignoran. Como hemos visto, es patrimonio del arte, también, disimular con un alarde de espontaneidad la trastienda del gran viaje que va desde el tímido e ilegible boceto inicial de la obra hasta su vigorosa culminación. Lejos de constituir un escollo, toda metodología que aliente la llama de un proceso creador es, indubitablemente, un combustible estético emanado de una voluntad creadora: la voluntad de forma.



(3) Probablemente la mayor amenaza para un artista sea el hábito, el farfullo maquinal, la rutina que ahoga las búsquedas, la disposición para reconocer los propios límites, y la necesidad de adoptar una metodología que alumbre las fases de cada proyecto. Toda metodología es, al fin de cuentas, el reencuadre de un objeto al que se le extraen los recursos necesarios para aplicarlos a la casuística de una obra sometida a un tratamiento específico. El hábito supone que todas las obras son el resultado de un mismo procedimiento. Aprender la técnica, nos dice el hábito, asegura la creación efectiva de determinados objetos. Estriba en ese paso el puente que separa al artista del artesano. La artesanía es hija dilecta del hábito, mientras que la obra de arte es la superación de todo afán mecanicista. Confundir metodología con mecánica es tan usual como creer que los grandes genios del arte adolecieron de mentores. Los mentores no garantizan el nacimiento de un genio pero acortan el camino del desarrollo a la vez que suministran la información verdadera para impulsar ese proceso de expansión del sujeto creador en una evolución sostenida y recta. Esos mentores pueden ser de muy variadas categorías. Desde Wajda formando a Polanski o a Kieslowski, hasta el hallazgo, por parte de un gran artista de una cultura exótica o de una concepción del mundo que lo desborda. El encuentro de Claude Debussy con el sistema tonal de la cultura javanesa dio lugar a una renovación de la armonía occidental que sacudió los preceptos ya desgastados de una concepción sonora que empezaba a derramarse hacia otros lenguajes. Los agentes motivadores funcionan en la medida en que se los autorice a des-automatizar los hábitos que nos conforman, es decir, que nos deforman en beneficio de lo conocido, a la par que nos alejan de los brumosos horizontes de la realidad que solamente los grandes artistas son capaces de leer. ¿Todo el monumento de obras musicales que precedieron la aparición, por ejemplo, del estro torrencial de Rachmaninov, no ha dejado también su pequeña huella en el aliento febril de sus composiciones? Cuando concurrimos a ver las grandes obras del pasado es para asistir a un doble goce: la contemplación y la inspiración combinadas en una misma emoción, coronando un proceso formativo en constante expansión que todo aspirante a artista debe satisfacer. Esa contemplación de la mirada de los grandes artistas debería estimular el afán de respondernos: ¿por qué miraban la vida, el mundo, desde un ángulo que pone en jaque nuestra percepción habitual de lo conocido? No sólo eso, además modelaban esa realidad con un criterio formal que no pocas veces nos inquieta hasta el borde del insomnio. Si como Kant ha visto: es el sujeto cognoscente quien, en su afán de aprehender lo que estimula su entendimiento, suministra su forma al objeto, nunca mejor aplicada esa noción a la tarea del artista que debe conservar aquello que Eisenstein elogiaba en Chaplin: su capacidad para contemplar el mundo con los ojos de un niño, su vocación de mirar las cosas, de darles forma, desde un ángulo insólito. Estoy recordando ahora el impulso de Chris Marker en el Convent Garden la noche del estreno de “Boris Godunov” con regia de Andrei Tarkovski. Marker hurtó los binoculares del teatro con la ilusión de que hubiera quedado impreso en esas lentes el fenomenal despliegue escénico que tanto lo había asombrado. “Boris Godunov” es una ópera de Mussorgsky que había sido representada innumerables veces antes de que Tarkovski le imprimiera esa voluntad de forma, esa mirada única e irrepetible que cautivó a Chris Marker.
Kant lo advirtió primero: la realidad es una construcción, una mirada. El enfoque idealista kantiano nos coloca frente a la certeza de que jamás sabremos como es en sí misma la realidad, puesto que siempre nos topamos con una construcción subjetiva. Esa construcción subjetiva que espontáneamente nos atraviesa en la vida, en el arte debe ser interrogada. La voluntad de forma que el artista reclama, para alcanzar el cénit de su valor estético, debe ser fruto de la interpelación de la mirada habitual. La mirada habitual adormece, domestica, embalsama, se alimenta de una lógica montada sobre lo previsible, lo cotidiano, lo asequible. No es para recrear esa visión cotidiana, ya adormecida, que nos acercamos al arte, por el contrario, lo hacemos para dar cuerda a la percepción subjetiva que construirá lo que el hábito no ha sentido nunca. Esa al menos debería ser una premisa rectora para todo aspirante a artista. Para encarnar esa mirada, esa voluntad de forma que modula, transforma, reforma la realidad, deberá disponer de una metodología, de un cuaderno de bitácora para cada obra así como disponemos de un mapa diferente para cada rumbo. Cuando lo consiga deberá librar otra batalla, la más intensa, para dominar su impulso a perderse en la vanidad que toda pretensión de originalidad reluce, mostrando los marcos, los pinceles, los colores, la pose sin atender a la demanda de la obra. Hay obras que se asfixian por los excesos de la mirada. Pero ese es otro tema.


Gustavo Provitina
La Plata, 15 de septiembre de 2011



[1][1] “Genio: Disposiciones innatas y heredadas de temperamento-// Condición natural del espíritu plenamente desarrollado...” Rogliano, Adriana “Vocabulario. Filosofía y Estética”. La Plata, Ediciones Al Margen, 2003.
[1][1] Nietzsche F., op.cit

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